martes, 27 de abril de 2010

Duby

El siguiente es un fragmento del libro de Duby titulado: “Europa en la Edad Media”, editorial Paidós

En el siglo IX había resucitado el Imperio romano de Occidente. Un renacimiento. Las fuerzas que lo habían suscitado no venían de las provincias del Sur donde la impronta latina quedaba marcada más profundamente. Brotaban en lo más silvestre, en una región bravía, vigorosa, tierra de misión, frente de conquista, del país de los francos del este, en la unión de la Galia y la Germania. Aquí había nacido, había vivido y había sido sepultado el nuevo César, Carlomagno. Un monumento capital mantiene su memoria, la capilla de Aquisgrán. Maltratada por los rapaces, restaurada, permanece como el sello indestructible de la renovación inicial, como una invitación a proseguir el esfuerzo, a mantener la continuidad, a renovar perpetuamente, a renacer. Los que construyeron este edificio lo quisieron imperial y romano. Tomaron los modelos, uno en la propia Roma, el Panteón, templo erigido en tiempos de Augusto y ahora dedicado a la Madre de Dios; el otro en Jerusalén, en el santuario levantado en la época de Constantino sobre el emplazamiento de la ascensión de Cristo. Jerusalén, Roma, Aquisgrán, este lento desplazamiento de este a oeste de un polo, del centro de la ciudad de Dios sobre la tierra, condujo así a esta nueva iglesia redonda. Las disposiciones de su volumen externo significan la conexión de lo visible y de lo invisible, el tránsito ascensional, liberador, de lo carnal a lo espiritual, desde el cuadrado, signo de la tierra, hasta el círculo, signo del cielo, por el intermedio de un octógono. Tal organización convenía al lugar donde venía a rezar el emperador. Éste tenía por misión ser intermediario, intercesor entre Dios y su pueblo, entre el orden inmutable del Universo Celeste y la turbación, la miseria, el miedo de este bajo mundo. La capilla de Aquisgrán tiene dos pisos. En la planta inferior está la corte, las gentes que sirven al soberano por la oración, las armas o el trabajo; son los representantes de inmensa multitud que el maestro rige y ama, que él ha de conducir hacia el bien, más arriba, hacia su persona. Él mismo ocupa su lugar en la planta superior. Allí es donde se asienta. Los signos de alabado, no naturalmente hasta el nivel del Señor Dios, pero al menos hasta el nivel de los arcángeles. Esta tribuna se abría hacia el exterior sobre el gran salón donde Carlomagno administraba la justicia dirigida hacia las cosas de la tierra. Pero mediante un diálogo solitario entre el Creador y el hombre al que ha hecho guía de su pueblo, el trono imperial mira hacia el santuario, del lado de esas formas arquitectónicas que hablan a la vez de concentración y ascensión.
Sigue existiendo en el seno del siglo XI un emperador de Occidente, heredero de Carlomagno, que como aquél quiere ser un nuevo Constantino, un nuevo David. Roma lo atrae. Desearía residir allí. La indocilidad de la aristocracia romana, los lazos sutiles de una cultura demasiado refinada y los miasmas de que está llena la ciudad insalubre lo alejan de ella. La autoridad imperial permanece pues anclada en la Germania, en Lotaringia.
Aquisgrán sigue siendo su raíz. Otón III, el emperador del año mil, ha hecho buscar el sepulcro de Carlomagno, romper el pavimento de la iglesia, ha tomado la cruz de oro que colgaba al cuello del esqueleto y con ella se ha adornado simbólicamente. Luego, como lo habían hecho sus antepasados y como lo harán sus descendientes, ha depositado lo más espléndido de su tesoro en la capilla de Aquisgrán. Así se acumulan objetos maravillosos, apropiados para liturgias donde se entremezclan lo profano con lo sagrado. Los signos que lo revisten expresan la unión entre el imperio y lo divino. Muestran al emperador prosternado a los pies de Cristo, minúsculo, pero presente, sólo con su esposa, nuevo Adán, único representante de la humanidad entera; o bien, teniendo en la mano, como Cristo lo tiene en el cielo, el globo, imagen del poder universal. En la catedral Bamberg se conserva hoy el manto con que el emperador Enrique II se vestía las grander fiestas. En el están bordadas las figuras de las constelaciones y de las doce casas del zodiaco. Esta capa representa el firmamento, la parte más misteriosa del universo y la mejor ordenada, la que se mueve dentro de un orden ineluctable, que gravita en lo alto, que no tiene límite. El emperador se muestra ante sus fieles asombrados, envuelto en las estrellas. Para afirmar que es el dueño supremo del tiempo, por tanto de las cosechas –que es el dueño del buen tiempo, por tanto de las cosechas abundantes, el vencedor del hambre- que es el garantizador del orden, que es el vencedor del miedo. Admiremos la inconmensurable distancia entre esas ostentaciones del poder donde se enunciaban en formas fascinantes tales pretensiones y todo alrededor, a dos pasos del palacio, el bosque, las tribus salvajes de criadores de puercos, un paisanaje para el que el mismo pan, y el pan más negro, seguía siendo un lujo. ¿El imperio? Era un sueño.
En la Europa del año mil, la realidad es lo que llamamos la feudalidad. Es decir, las maneras de mandar es lo que llamamos la feudalidad. Es decir, las maneras de mandar adaptadas a las condiciones verdaderas, al verdadero estado, áspero, mas desvastado de la civilización. Todo se agita en ese mundo, pero sin camino, sin moneda casi, ¿quién puede hacer ejecutar sus órdenes lejos del lugar donde él se halla en persona? El jefe obedecido es aquel a quien se ve, a quien se oye, a quien se toca, con quien se come o se duerme. La invasión de los paganos sigue siendo amenazadora; el temor que inspira sobrevive a la progresiva retirada del peligro; el jefe obedecido es pues aquel cuyo escudo está allí, cerca, que protege, vela sobre un refugio donde el conjunto del pueblo puede encontrar abrigo, encerrase, hasta que pase la tormenta; la feudalidad es por consiguiente, en primer lugar, el castillo. Innumerables fortalezas diseminadas por todas partes.
De tierra, de madera, algunas ya de piedra, sobre todo en el sur.
Rudimentarias: una torre cuadrada y una empalizada con el símbolo de seguridad. Pero también son amenazas. En cada castillo anida un enjambre de guerreros. Hombres a caballo, caballeros, especialistas de la guerra eficaz. La feudalidad afirma su primacía sobre todos los demás hombres. Los caballeros –una veintena, una treintena- que por tueno montan la guardia en la torre, salen de ella con la espada en el puño, exigiendo como presencio de la protección que aseguran ser mantenidos, nutridos por el país llano y desarmado. La caballería campa sobre la Europa de los campesinos, de los pastores y de los hombres del bosque. Vive del pueblo, duramente, salvajemente, aterrorizándolo: un ejército de ocupación.
Frente al manto de Enrique II, cuyas constelaciones hablan de paz imaginaria, sitúo otro bordado: la “tela de la conquista” como se llamaba en su tiempo a la “tapicería” de Bayeux como decimos nosotros. Mujeres bordaron en la Inglaterra que los normandos acababan de someter esta larga banda de tejido historiado cuyas imágenes, hacia 1080, unos sesenta años después de la capa de Bamberg, contradicen el sueño imperial. Muestra a un rey de Inglaterra, Eduardo el Confesor, sentado en un trono semejante al que Aquisgrán, creyéndose también mediador y en posturas que todavía son las de Carlomagno. En realidad, toda fuerza se ha retirado del rey al que rodean los obispos. Ésta pertenece al duque de los normandos, Guillermo el Conquistador, príncipe feudal. En torno a él los hombres de guerra. Sus hombres, los que le han rendido homenaje. Se han ligado a la romana, no por escrito, sino por el gesto, por la palabra, por ritos de boca y de mano, mágicos. Estos guerreros, ante los cuales tiemblan los campesinos y los sacerdotes, han venido a arrodillarse un día al pie del dueño de los castillos más fuertes del país, con la cabeza desnuda. Han puesto las manos entre las suyas.
Éste ha cerrado sus manos sobre las de ellos. Él lo ha levantado, restableciéndolos así en la igualdad y en el honor, adoptándolos como sus hijos suplementarios, y les ha besado en la boca. Luego estos caballeros han jurado, con la mano sobre los relicarios, servirle, ayudarle, no atentar jamás contra su vida, contra su cuerpo, convirtiéndose así en sus vasallos (la palabra quiere decir zagales), sus muchachos, obligados a conducirse como buenos hijos respecto a este patrón a quien llaman señor (es decir, el viejo, el aciano, el mayor), el cual está obligado a mantenerlos, a alegrarlos y si puede a casarlos bien. Yante todo a proveerlos de armas.

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