LA DONACIÓN DE CONSTANTINO
Concedemos a nuestro santo padre Silvestre, sumo pontífice y Papa universal de Roma, y a todos los pontífices sucesores suyos que hasta el fin del mundo reinarán en la sede de San Pedro, nuestro palacio imperial de Letrán (el primero de todos los palacios del mundo). Después la diadema, esto es, nuestra corona, y al mismo tiempo el gorro frigio, es decir, la tiara y el manto que suelen usar los emperadores y además el manto purpúreo y la túnica escarlata y todo el vestido imperial, y además también la dignidad de caballeros imperiales, otorgándoles también los cetros imperiales y todas las insignias y estandartes y diversos ornamentos y todas las prerrogativas de la excelencia imperial y la gloria de nuestro poder. Queremos que todos los reverendísimos sacerdotes que sirven a la Santísima Iglesia Romana en los distintos grados, tengan la distinción, potestad y preeminencia de que gloriosamente se adorna nuestro ilustre Senado, es decir, que se conviertan en patricios y cónsules y sean revestidos de todas las demás dignidades imperiales. Decretamos que el clero de la Santa Iglesia Romana tenga los mismos atributos de honor que el ejército imperial. Y como el poder imperial se rodea de oficiales, chambelanes, servidores y guardias de todas clases, queremos que también la Santa Iglesia Romana se adorne del mismo modo. Y para que el honor del pontífice brille en toda magnificencia, decretamos también que el clero de la Santa Iglesia Romana adorne sus cabellos con arreos y gualdrapas de blanquísimo lino. Y del mismo modo que nuestros senadores llevan el calzado adornado con lino muy blanco (de pelo de cabra blanco), ordenamos que de este mismo modo los lleven también los sacerdotes, a fin de que las cosas terrenas se adornen como celestiales para la gloria de Dios...
Hemos decidido también que nuestro venerable padre el sumo pontífice Silvestre y sus sucesores lleven la diadema, es decir, la corona de oro purísimo y preciosas perlas, que a semejanza con la que llevamos en nuestra cabeza le habíamos concedido, diadema que deben llevar en la cabeza para honor de Dios y de la sede de San Pedro. Pero, ya que el propio beatísimo Papa no quiere llevar una corona de oro sobre la corona del sacerdocio, que lleva para gloria de San Pedro, con nuestras manos hemos colocado sobre su santa cabeza una tiara brillante de blanco fulgor, símbolo de la resurrección del Señor y por reverencia a San Pedro sostenemos la brida del caballo cumpliendo así para él el oficio de mozo de espuelas: estableciendo que todos sus sucesores lleven en procesión la tiara, como los emperadores, para imitar la dignidad de nuestro Imperio. Y para que la dignidad pontificia no sea inferior, sino que sea tomada con una dignidad y gloria mayores que las del Imperio terrenal, concedemos al susodicho pontífice Silvestre, Papa universal, y dejamos y establecemos en su poder, por decreto imperial, como posesiones de derecho de la Santa Iglesia Romana, no sólo nuestro palacio como se ha dicho, sino también la ciudad de Roma y todas las provincias, distritos y ciudades de Italia y de Occidente.
Por ello, hemos considerado oportuno transferir nuestro Imperio y el poder del reino a Oriente y fundar en la provincia de Bizancio, lugar óptimo, una ciudad con nuestro nombre y establecer allí nuestro gobierno, porque no es justo que el emperador terreno reine donde el emperador celeste ha establecido el principado del sacerdocio y la cabeza de la religión cristiana.
Ordenamos que todas estas decisiones que hemos sancionado mediante decreto imperial y otros decretos divinos permanezcan invioladas e íntegras hasta el fin del mundo. Por tanto, ante la presencia del Dios vivo que nos ordenó gobernar y ante su tremendo tribunal, decretamos solemnemente, mediante esta constitución imperial, que ninguno de nuestros sucesores, patricios, magistrados, senadores y súbditos que ahora y en el futuro estén sujetos al Imperio, se atreva a infringir o alterar esto en cualquier manera. Si alguno, cosa que no creemos, despreciara o violara esto, sea reo de condenación eterna y Pedro y Pablo, príncipes de los apóstoles, le sean adversos ahora y en la vida futura, y con el diablo y todos los impíos sea precipitado para que se queme en lo profundo del infierno.
Ponemos este decreto, con nuestra firma, sobre el venerable cuerpo de San Pedro, príncipe de los apóstoles, prometiendo al apóstol de Dios respetar estas decisiones y dejar ordenado a nuestros sucesores que las respeten. Con el consentimiento de nuestro Dios y Salvador Jesucristo entregamos este decreto a nuestro padre el sumo pontífice Silvestre y a sus sucesores para que lo posean para siempre y felizmente.
Edictum Constantini ad Silvestrem Papam, P.L., VIII, en: Artola, M., Textos Fundamentales para la Historia, Alianza, 10ª Ed., 1992 (1968), Madrid, pp. 47 y s.
CORONACIÓN DE CARLOMAGNO (800)
Después de estos acontecimientos, el día de la festividad del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, se reunieron todos de nuevo en la susodicha basílica de San Pedro apóstol. Entonces el venerable y benévolo prelado le coronó con sus propias manos con una magnífica corona. Entonces todos los fieles, viendo la protección tan grande y el amor que tenía a la Santa Iglesia Romana y a su vicario, unánimemente gritaron en alta voz, con el beneplácito de Dios y del bienaventurado San Pedro, portero del Reino Celestial: ¡A Carlomagno, piadoso augusto, por Dios coronado, grande y pacífico emperador, vida y victoria! Ante la sagrada confesión del bienaventurado San Pedro apóstol, invocando la protección de todos los santos, por tres veces fue pronunciado este grito, y fue proclamado por todos emperador de los romanos. Inmediatamente después el santísimo prelado y pontífice ungió con los santos óleos al rey Carlos, su excelentísimo hijo, en el día ya señalado de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo.
Liber Pontificalis, XCVIII, 23-24, en: Artola, M., Textos Fundamentales para la Historia, Alianza, 10ª Ed., 1992 (1968), Madrid, p. 49. Texto latino en: Ed. L. Duchesne, Paris, 1892, t. II, p. 7, cit. en: Calmette, J., Textes et Documents d'Histoire, II, Moyen Age, P.U.F., 1953 (1937), Paris, p. 34.
DICTATUS PAPAE
1. Que sólo la Iglesia romana ha sido fundada por Dios.
2. Que por tanto, sólo el pontífice romano tiene derecho a llamarse universal.
3. Que sólo él puede deponer o establecer obispos.
4. Que un enviado suyo, aunque sea inferior en grado, tiene preeminencia sobre todos los obispos en un concilio, y puede pronunciar sentencia de deposición contra ellos.
5. Que el Papa puede deponer a los ausentes.
6. Que no debemos tener comunión ni permanecer en la misma casa con quienes hayan sido excomulgados por el pontífice.
7. Que sólo a él es lícito promulgar nuevas leyes de acuerdo con las necesidades del tiempo, reunir nuevas congregaciones, convertir en abadía una canonjía y viceversa, dividir un episcopado rico y unir varios pobres.
8. Que sólo él puede usar la insignia imperial.
9. Que todos los príncipes deben besar los pies sólo al papa.
10. Que su nombre debe ser recitado en la iglesia.
11. Que su título es único en el mundo.
12. Que le es lícito deponer al emperador.
13. Que le es lícito, según la necesidad, trasladar los obispos de sede a sede.
14. Que tiene poder de ordenar a un clérigo de cualquier iglesia para el lugar que quiera.
15. Que aquél que haya sido ordenado por él puede ser jefe de otra iglesia, pero no subordinado, y que de ningún obispo puede obtener grado superior.
16. Que ningún sínodo puede ser llamado general sino está convocado por él.
17. Que ningún capítulo o libro puede considerarse canónico sin su autorización.
18. Que nadie puede revocar su palabra y que sólo él puede hacerlo.
19. Que nadie puede juzgarlo.
20. Que nadie ose condenar a quien apele a la Santa Sede.
21. Que las causas de mayor importancia de cualquier iglesia, deben remitirse para que él las juzgue.
22. Que la iglesia romana no se ha equivocado y no se equivocará jamás según el testimonio de la Sagrada Escritura.
23. Que el romano pontífice, ordenado mediante la elección canónica, está indudablemente santificado por los méritos del bienaventurado Pedro, según lo afirma San Enodio, obispo de Pavía, con el consenso de muchos santos padres, como está escrito en los decretos del bienaventurado papa Simmaco.
24. Que a los subordinados les es lícito hacer acusaciones conforme a su orden y permiso.
25. Que puede deponer y establecer obispos sin reunión sinodal.
26. Que no debe considerarse católico quien no está de acuerdo con la Iglesia romana.
27. Que el pontífice puede liberar a los súbditos de la fidelidad hacia un monarca inicuo.
Gregorio VII, "Registrum", P.L. CXLVIII, c. 407-408. Año 1075.
M. Artola,"Textos fundamentales para la historia", Madrid, 1968, pp. 95-96.
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